jueves, 9 de septiembre de 2010

Recuerdos

Rumbo a mi casa, subidos en su coche, con su madre y su hermano. Miraba sin cesar su rostro oscuro de estrella apagada, su leve sonrisa, entre el amor y el disimulo, caía en mis ojos como la humedad empañaba las ventanillas. Me sentía como uno de esos papeles que hay en la guantera, esos que no se miran nunca, a los que nadie da importancia. Mi mano, temeraria y escurridiza, se agarraba a la suya para saber, a ciencia cierta, que aquello no era un sueño. Nuestro secreto flotaba en el aire, bailando con la música dulce de una canción de amor. Un lazo débil nos unía, infiltrado de la noche más oscura, pero su fuerza menguaba cuando en tus ojos veía su sombra pasar, como las gallinas que oyen los pasos del lobo a los alrededores del corral. Clavaba mi mirada en el paisaje que dormía tras el cristal empañado y contenía las lágrimas. Los montes se teñían de imposible. Mi mano reculaba hacia su escondrijo de dura angustia, y allí mis dedos palpaban el asiento trasero de un coche que me devolvía a casa a una velocidad pecaminosa. Las palabras se amontonaban en mis ojos y se perdían en suspiros vanos. De repente, sentí tanto amor que recorrí todo tu cuerpo con mi imaginación, mi recuerdo y mi vista para encontrar algún indicio que me hiciera volver de la nube de sueños en que me hallaba, que me hiciera odiarte, aunque fuera a medias. Para que el alma pueda respirar, el corazón debe dejar de amar, al menos un segundo.