Entré
al despacho de profesores como un verdadero malabarista, el café temblaba en mi
mano derecha debido a los tres libros que sujetaba bajo mi hombro, en la otra
mano llevaba el maletín con el ordenador y un bocata para el patio, había
cambiado el turno de vigilar el recreo con Fernández, el profesor de gimnasia,
que había sufrido un accidente en una demostración de salto de longitud.
La
mañana había sido extraña: el autobús me había removido el estómago más de lo
habitual y una niebla espesa cubría las calles; cosa nada común en una ciudad
como la nuestra.
El
despacho estaba vacío y pensé que habría sido el primero en llegar. Dejé con
cuidado el vaso ardiente en la mesa y el resto de cosas las coloque en una
silla vacía. Apuré el café de un trago y sentí que mis ojos se abrían con más
fuerza gracias a la cafeína y me percaté de algo insólito: el silencio ocupaba los
pasillos y ventanas del colegio. Repasé mentalmente mi llegada al recinto y no
recordé haber visto a nadie ni en recepción ni en secretaría.
Me
asomé al pasillo y miré a un lado y a otro del largo corredor y no había ni un
alma. Comprobé el reloj de mi muñeca en diversas ocasiones por si me había
equivocado de hora. Era la hora de empezar las clases y el timbre sonó como una
espada estridente que recorrió todo el edificio hasta dar conmigo.
Me
decidí a andar, a moverme, a buscar a alguien que me confirmara que no había
equivocado el lugar ni el momento. Bajé escaleras, abrí puertas, caminé
pasillos y nada, nadie había venido aquel día. Mi mente racional dio por hecho
que no había sido informado de una huelga o alguna fiesta que desconocía, así
que bajé al patio y me senté en un banco. Llevaba cinco años en esa escuela y
la conocía de cabo a rabo, permanecería allí unos minutos por si aparecía alguien
con quien comentar mi error y reírme un buen rato.
Pocas
cosas hay más inquietantes que un patio de escuela vacío, el silencio, la
ausencia, el vacío parecían multiplicarse entre aquellas canastas y porterías,
el viento levantaba remolinos de hojas y su susurro me mordía la sangre. La
niebla había llegado para quedarse, no se había disipado ni un ápice y el
paisaje que ahora observaban mis ojos, llorosos por el frio, era una colección
de sombras grisáceas.
Estaba
mi pensamiento clavado en aquel paisaje desolador cuando una mano me tocó el
hombro y me sobresaltó. Intenté disimular mi espanto inicial al ver que se
trataba del conserje, pero no fui capaz; mi mirada había estado demasiado rato
contemplando la niebla y el rostro de Pedro no era la mejor de las soluciones.
Era un ser que pululaba por la escuela como un vagabundo por las calles. Los
niños se reían de él por sus ojos bizcos y su curvada espalda; para ellos era
la mascota del colegio.
Sus
ojos tenían una expresión confusa, de no ser porque era imposible, habría
jurado que no me reconocía.
—
¿Qué hace usted aquí?— Preguntó con la voz ronca que tanto asustaba a
los chicos de primer curso.
—
No me enteré de que hoy era fiesta.
—
¿Fiesta? ¿Fiesta de qué?
—
Del colegio, los niños— Me di cuenta de que le estaba hablando como a
un verdadero idiota.
—
¿Ni…? ¿Qué son los nimos?
—
Los niños, niños, no nimos. Son esos seres humanos más pequeñitos que
corren por aquí y juegan a pelota.
—
Aquí no hay de eso… ¿humanos pequeños?— me miró fijamente con sus ojos
desparejos y alzando el puño en un gesto severo me gritó— No quiero drogadictos
aquí, me pagan para proteger este sitio de hombres como usted.
—
De acuerdo me iré— le respondí, seguro de que se le había caído el
último tornillo que le quedaba.
Me dejó
pasar, sin estar convencido de que yo fuera de fiar y miró receloso como subía
las escaleras. Cogí mi maletín y mis cosas dispuesto a marcharme. Pero entonces
las piezas del puzle de aquella mañana empezaron a encajar en una teoría
absurda. En el autobús, en las calles, en los alrededores del colegio, en los
programas que había mirado aquella mañana en la televisión, en ninguno de esos
sitios había visto niños. Reparé entonces en que el despacho estaba sucio de
polvo, las paredes vacías, el calendario no era el de siempre sino uno gris y
viejo.
En el
pasillo se oían los pasos cansados e irregulares de Pedro, dejé mis cosas en el
suelo y agarré un palo de madera que encontré en una de las mesas, puse mi
espalda contra la pared y esperé a que apareciera. Me miró desde el pasillo,
sorprendido por encontrarme todavía en el recinto, y entró en silencio.
—
¿Dónde están los niños?— pregunté. Una sonrisa malévola asomó a los
labios secos y gastados de aquel hombrecillo siniestro.