miércoles, 25 de marzo de 2015

Olivos



Era la tercera noche de fiesta consecutiva. Sobre la mesa de la sala dormían vasos vacíos y restos de comida. Era evidente que mis amigos no querían que me quedara a solas. Una nevera llena de cervezas, unos juegos y conversaciones infinitas; esa era la receta para curar el mal de amores que sacudía mi alma.
Carmina se había ido a estudiar a Barcelona y habíamos decidido dejarlo. En realidad lo había decidido ella, como todo durante estos últimos tres años.
Mis amigos habían caído en el sofá. Fermín, Anna, Carlos y Javier. Los de siempre, los que, para bien o para mal, estaban ahí vigilando que no me pasara nada malo. Los cuatro dormitaban, agotados. Su obsesión enfermiza por no dejarme solo les había llevado al sopor, y del sopor al sueño. Decidí salir a tomar el aire, a pesar de estar tan cansado o más que ellos no tenía sueño.
Quería masticar la noche ahora que podía disfrutarla a solas. Hacía mucho que no me sentía tan solo y sentí algo de miedo al contemplar el exterior de la casa, oscuro y desafiante. La luna creciente daba una claridad difusa al paisaje. Pensé que si el hombre, al cerrar los ojos, viera una iluminación parecida a la de aquel campo, vería, en los recodos de su mente, sus demonios campar a sus anchas.
Eché a andar. A medida que me adentraba en la enorme parada de olivos y dejaba atrás la casa y, con ella, la luz de las lámparas, fui divisando, en la oscuridad levemente iluminada, las formas de  animales y seres de la noche, cuál era real y cuál imaginación era imposible saberlo.
Tropecé con un palo largo, antigua rama podada algo corva, que sería mi mejor amigo y protector, pues lo agarré y me sentí, de forma inmediata, mucho más seguro y sosegado. El miedo irracional es así, tan pronto te hace creer que va a atacarte un fantasma, como te da la ridícula idea de que, si ocurre, vas a poder protegerte con un bastón.
A cada paso que daba hacia la noche, aumentaba mi incomodidad, las ganas de volver a la casa eran mayúsculas y su intensidad crecía a cada movimiento de las hojas, a cada crujido de las ramas de los olivos. La presión en el pecho era cuasi insoportable, y tenía la sensación de que el corazón iba a fallarme en cualquier momento.
Veía figuras pequeñas, a los pies de los árboles, riéndose de mí. Divisé a lo lejos una procesión de sombras, que resultaron ser abetos extrañamente iluminados por la luna y mecidos por el viento, como si anduvieran.
Mis pies se movían trémulos y las ganas de llorar me abrasaban los pómulos ¿Porqué no volví a la casa? No sé qué responderme, quizás toda aquello guardaba una morbosidad oculta. Quizás nada me importaba ahora que Carmina se había ido, quizás estaba deseando que alguna de aquellas sombras saltara sobre mí y acabara con mi vida.
La luna era una sonrisa limpia y luminosa en la noche, las estrellas me saludaban desde el cielo limpio de nubes. La contemplación de lo infinito me tranquilizó. Me veía a mi mismo como debían verme esas bolsas de fuego, como un ser humano estúpido, con miedos estúpidos.
Siempre he sido muy emocional, quisiera ser como Javier, que caminaría por aquellos campos como quien se pasea por una ciudad abarrotada, pero soy Rafa, el cobarde, y, la verdad, aún no sé qué hacía yo allí enfrentándome a mis miedos sin motivo alguno.
Cuando di vuelta vi que las luces de la casa se habían apagado. Los plomos saltaban con facilidad, la instalación era muy antigua. Aquella visión oscura trajo consigo imágenes espeluznantes. Mi macabro y sádico subconsciente me hizo imaginar a mis cuatro amigos muertos en el sofá, destripados por un animal o asesino que ahora venía a por mí.
Decidí seguir andando, alejándome de la casa. Si no corrí hacia ella cuando era un refugio de luz, no iba a hacerlo ahora que la noche la había invadido.
Los ruidos del campo entraron en un decrescendo que fue como un fundido lento y parsimonioso. Los grillos callaron y los perros dejaron de ladrar en los campos lejanos. El viento se detuvo y, con él, la danza de las hojas y ramas. Todo era silencio. Me habría creído sordo de no ser por el sonido de mis pies sobre la arena húmeda.
En ese silencio vi un haz de luz bajar del cielo al suelo, unos diez metros más adelante, y una repentina ráfaga de aire huracanado hizo crujir los árboles. Tras ese soplido, de nuevo me esperaba el silencio. El terror besó mis pies, como si la tierra fría estuviera envenenada de temor y el veneno estuviera escalando mi cuerpo. Cuando aquella sensación extraña llegó al corazón, éste pareció detenerse, pero de inmediato sentí como se amotinaba y latía más rápido que nunca. Mi sien se enfrió y mis labios y boca se secaron. El olor de algo fétido llegó a mi nariz y sentí el impulso de esconderme bajo un árbol y lo hice.
Cuando detuve mi avance y me agazapé bajo el olivo más cercano, oí con claridad unos pasos que se acercaban a intervalos irregulares. Una figura oscura y tambaleante andaba por medio del bosque de olivos, arrastrando los pies por la arena, inclinado sobre sí mismo como si de un jorobado se tratase. Distinguí, entre los ruidos que emitía, unos bufidos de dolor o furia, no supe distinguir bien si estaba enfadado o herido, o ambas cosas. Aquello, fuera lo que fuera, miraba de un lado a otro casi sin ver. La luna se abrió paso entre los árboles e iluminó su rostro estaba visiblemente deformado, no era la cara de un humano.
“Yo solo estaba dando un paseo”, pensé. Un movimiento en falso hizo que mi pie pisara una rama seca, que crujió, llamando la atención de aquel monstruo. Le oía murmurar mientras se acercaba a mi posición, agarré con fuerza el bastón y me lancé hacia él. El primer impacto fue en la cabeza y cayó de espaldas, vi el miedo en sus ojos verdes antes de que le diera el segundo golpe, a partir de ahí solo liberé toda la adrenalina que el miedo me había hecho acumular. Cuando acabé, aquello era un espectáculo sangriento, nadie adivinaría si se trataba ahora del cadáver de un humano o de un monstruo, mis bastonazos habían destrozado lo que fuera aquello como a una piñata cuyos caramelos eran líquidos, salados y rojos.
Tomé unos segundos para respirar, tiré el palo al suelo y algunas lágrimas mojaron mi rostro mezclándose con la sangre. Recordé que unos pasos más adelante había una fuente y fui a limpiarme. El sabor de aquel monstruo estaba en mi boca y vomité cuatro veces antes de llegar al agua.
El agua fresca fue un alivio, ya no solo en lo físico, también me limpio de miedos y de nerviosismo. Al día siguiente solo sería un asesino, nadie creería que aquel cuerpo deformado por mis golpes era un ser diferente que yo, una especie de alienígena… Quizás una prueba forense demostrase que tenía dos corazones o un pulmón con ojos… Era mi única esperanza. Más aquellos ojos verdes y profundos, aquel pavor que intuí en su última mirada, aquello me acompañaría ya para siempre. Aunque me absolvieran y me dieran una medalla por librar a mi planeta de la tiranía galáctica, siempre tendría aquella mirada de muerte grabada en mis pupilas
¿Qué diferencia había, al fin y al cabo, entre sus ojos verdes y los míos, verdes también? En aquel preciso momento solo los diferenciaba la actitud, los míos estaban llenos de furia y los suyos de pavor, sin duda tuve suerte de tener el bastón a mano, de lo contrario quizás las miradas hubieran sido a la viceversa.
Estuve más de media hora sentado en una roca que había cerca de la fuente. Las manos tardaron en dejar de temblar, las observaba absorto, mis ojos eran una sombra. Cada vez que levantaba la vista y miraba hacia el camino que había seguido me recorría un escalofrío tétrico, que me mordía los huesos.
El arranque de violencia contra aquel ser no me había dejado cómodo, pues no estaba en mi naturaleza el comportarme de esa forma. Jamás había tenido una pelea, exceptuando algún roce entre hermanos en mi infancia, y pasar de esa agresividad inactiva al asesinato me había dejado en shock.
Cuando mi cuerpo volvió a responder me pareció oportuno acercarme a la casa, despertar a mis amigos y contarles lo sucedido. No dejaba de ponerme en lo peor ¿Y si mi miedo me había hecho somatizar y aquello, que ahora era un charco de sangre y huesos rotos, no era más que un vecino o un mendigo de la zona? Preferí no pensar en nada y empezar a caminar hacia la casa.
Apenas di tres pasos, se me heló el alma al percibir que todo se mantenía en silencio, ni un solo rumor, como si aquel campo guardara silencioso luto por el monstruo que maté. Sentí miradas hostiles entre los matorrales, dedos que me juzgaban culpable de los crímenes más atroces.
Seguí mi rumbo sin reparar en nada, cuando una intuición nacida en mi nuca me hizo mirar al cielo. La visión de las estrellas me tranquilizó, pero de repente una incomodidad lamió mi cuerpo, y el potente haz de luz que hacía poco más de una hora había visto volvió a aparecer, pero esta vez sobre mí, cubrió mi cuerpo y un fuerte viento me tiró al suelo.
Un enorme impacto acústico me dejó mareado y con un fuerte pitido en el oído, que pretendía fundirme las neuronas, era como un taladro horadándome la cabeza. Mi esqueleto empezó a pesar, hasta sentir incluso que mi carne no podía aguantarlo y se rajaba. La cara me ardía por dentro, como si mil ratones intentaran escapar de mi piel a arañazos y mordiscos. Me encontré confundido y el cuerpo casi no me respondía.
“¡Venganza!— pensé— No han podido perdonar que haya matado a uno de los suyos”. Seguí dirección a la casa como podía, arrastrando mi cuerpo por aquella tierra, que ahora quemaba cual brasa viva. Unos metros más adelante no pude más, el dolor y el miedo me estaban destrozando y no era capaz de mover mi esqueleto, era una losa, un yunque, una ancla pesada que me mantenía allí quieto… inmóvil. Mis ojos se fueron anegando de lágrimas y ya no veía nada. Oí un crujido sonoro y fui en su busca. Quizás fuera otro monstruo que tuviera a bien acabar con esa agonía o alguno de mis amigos, que pudieran aliviar mi carga. Carlos era enfermero y podría darme alguna solución para anestesiarme el dolor en las que eran, sin duda, mis últimas horas de vida.
Cuando llegué al lugar aproximado en que había oído el ruido, de las sombras se levantó un ser que me golpeó fuertemente el rostro. El dolor que me había causado el haz de luz era tal, que ni siquiera noté el certero impacto. Al caer al suelo mareado, las lágrimas que se acumulaban en mis ojos salieron despedidas dejándome una visión clara y nítida de la situación. Con la mirada libre y la luna brillando más intensa que en el resto de la noche, contemple con pavor mi propio rostro a un metro de mí, mi propio cuerpo, alzando el bastón con que hacía unos instantes había matado a la bestia ¿Cómo podía ser posible aquello? Reconocí cada uno de los golpes, pues yo mismo los había dado hacía un momento. Poco a poco mi vida se fue apagando y me vi a mi mismo tirar el palo ensangrentado y dirigirme a la fuente, quise advertir a mi yo del pasado que no fuera a aquel sitio. Pero fue inútil, llevaba muerto desde el tercer golpe, solo era un alma asustada, recordando los dos peores instantes de mi vida: Mi propia muerte y cómo me asesiné a sangre fría.

No hay comentarios:

Publicar un comentario