Era la
tercera noche de fiesta consecutiva. Sobre la mesa de la sala dormían vasos
vacíos y restos de comida. Era evidente que mis amigos no querían que me
quedara a solas. Una nevera llena de cervezas, unos juegos y conversaciones
infinitas; esa era la receta para curar el mal de amores que sacudía mi alma.
Carmina
se había ido a estudiar a Barcelona y habíamos decidido dejarlo. En realidad lo
había decidido ella, como todo durante estos últimos tres años.
Mis
amigos habían caído en el sofá. Fermín, Anna, Carlos y Javier. Los de siempre,
los que, para bien o para mal, estaban ahí vigilando que no me pasara nada
malo. Los cuatro dormitaban, agotados. Su obsesión enfermiza por no dejarme
solo les había llevado al sopor, y del sopor al sueño. Decidí salir a tomar el
aire, a pesar de estar tan cansado o más que ellos no tenía sueño.
Quería
masticar la noche ahora que podía disfrutarla a solas. Hacía mucho que no me
sentía tan solo y sentí algo de miedo al contemplar el exterior de la casa,
oscuro y desafiante. La luna creciente daba una claridad difusa al paisaje.
Pensé que si el hombre, al cerrar los ojos, viera una iluminación parecida a la
de aquel campo, vería, en los recodos de su mente, sus demonios campar a sus
anchas.
Eché a
andar. A medida que me adentraba en la enorme parada de olivos y dejaba atrás
la casa y, con ella, la luz de las lámparas, fui divisando, en la oscuridad
levemente iluminada, las formas de animales
y seres de la noche, cuál era real y cuál imaginación era imposible saberlo.
Tropecé
con un palo largo, antigua rama podada algo corva, que sería mi mejor amigo y
protector, pues lo agarré y me sentí, de forma inmediata, mucho más seguro y
sosegado. El miedo irracional es así, tan pronto te hace creer que va a
atacarte un fantasma, como te da la ridícula idea de que, si ocurre, vas a poder
protegerte con un bastón.
A cada
paso que daba hacia la noche, aumentaba mi incomodidad, las ganas de volver a
la casa eran mayúsculas y su intensidad crecía a cada movimiento de las hojas,
a cada crujido de las ramas de los olivos. La presión en el pecho era cuasi
insoportable, y tenía la sensación de que el corazón iba a fallarme en
cualquier momento.
Veía
figuras pequeñas, a los pies de los árboles, riéndose de mí. Divisé a lo lejos
una procesión de sombras, que resultaron ser abetos extrañamente iluminados por
la luna y mecidos por el viento, como si anduvieran.
Mis
pies se movían trémulos y las ganas de llorar me abrasaban los pómulos ¿Porqué
no volví a la casa? No sé qué responderme, quizás toda aquello guardaba una
morbosidad oculta. Quizás nada me importaba ahora que Carmina se había ido,
quizás estaba deseando que alguna de aquellas sombras saltara sobre mí y
acabara con mi vida.
La luna
era una sonrisa limpia y luminosa en la noche, las estrellas me saludaban desde
el cielo limpio de nubes. La contemplación de lo infinito me tranquilizó. Me
veía a mi mismo como debían verme esas bolsas de fuego, como un ser humano
estúpido, con miedos estúpidos.
Siempre
he sido muy emocional, quisiera ser como Javier, que caminaría por aquellos
campos como quien se pasea por una ciudad abarrotada, pero soy Rafa, el
cobarde, y, la verdad, aún no sé qué hacía yo allí enfrentándome a mis miedos
sin motivo alguno.
Cuando
di vuelta vi que las luces de la casa se habían apagado. Los plomos saltaban
con facilidad, la instalación era muy antigua. Aquella visión oscura trajo
consigo imágenes espeluznantes. Mi macabro y sádico subconsciente me hizo
imaginar a mis cuatro amigos muertos en el sofá, destripados por un animal o
asesino que ahora venía a por mí.
Decidí
seguir andando, alejándome de la casa. Si no corrí hacia ella cuando era un
refugio de luz, no iba a hacerlo ahora que la noche la había invadido.
Los
ruidos del campo entraron en un decrescendo
que fue como un fundido lento y parsimonioso. Los grillos callaron y los
perros dejaron de ladrar en los campos lejanos. El viento se detuvo y, con él,
la danza de las hojas y ramas. Todo era silencio. Me habría creído sordo de no
ser por el sonido de mis pies sobre la arena húmeda.
En ese
silencio vi un haz de luz bajar del cielo al suelo, unos diez metros más adelante,
y una repentina ráfaga de aire huracanado hizo crujir los árboles. Tras ese
soplido, de nuevo me esperaba el silencio. El terror besó mis pies, como si la
tierra fría estuviera envenenada de temor y el veneno estuviera escalando mi
cuerpo. Cuando aquella sensación extraña llegó al corazón, éste pareció
detenerse, pero de inmediato sentí como se amotinaba y latía más rápido que
nunca. Mi sien se enfrió y mis labios y boca se secaron. El olor de algo fétido
llegó a mi nariz y sentí el impulso de esconderme bajo un árbol y lo hice.
Cuando
detuve mi avance y me agazapé bajo el olivo más cercano, oí con claridad unos
pasos que se acercaban a intervalos irregulares. Una figura oscura y
tambaleante andaba por medio del bosque de olivos, arrastrando los pies por la
arena, inclinado sobre sí mismo como si de un jorobado se tratase. Distinguí,
entre los ruidos que emitía, unos bufidos de dolor o furia, no supe distinguir
bien si estaba enfadado o herido, o ambas cosas. Aquello, fuera lo que fuera,
miraba de un lado a otro casi sin ver. La luna se abrió paso entre los árboles
e iluminó su rostro estaba visiblemente deformado, no era la cara de un humano.
“Yo
solo estaba dando un paseo”, pensé. Un movimiento en falso hizo que mi pie
pisara una rama seca, que crujió, llamando la atención de aquel monstruo. Le
oía murmurar mientras se acercaba a mi posición, agarré con fuerza el bastón y
me lancé hacia él. El primer impacto fue en la cabeza y cayó de espaldas, vi el
miedo en sus ojos verdes antes de que le diera el segundo golpe, a partir de
ahí solo liberé toda la adrenalina que el miedo me había hecho acumular. Cuando
acabé, aquello era un espectáculo sangriento, nadie adivinaría si se trataba
ahora del cadáver de un humano o de un monstruo, mis bastonazos habían
destrozado lo que fuera aquello como a una piñata cuyos caramelos eran
líquidos, salados y rojos.
Tomé
unos segundos para respirar, tiré el palo al suelo y algunas lágrimas mojaron
mi rostro mezclándose con la sangre. Recordé que unos pasos más adelante había
una fuente y fui a limpiarme. El sabor de aquel monstruo estaba en mi boca y
vomité cuatro veces antes de llegar al agua.
El agua
fresca fue un alivio, ya no solo en lo físico, también me limpio de miedos y de
nerviosismo. Al día siguiente solo sería un asesino, nadie creería que aquel
cuerpo deformado por mis golpes era un ser diferente que yo, una especie de
alienígena… Quizás una prueba forense demostrase que tenía dos corazones o un
pulmón con ojos… Era mi única esperanza. Más aquellos ojos verdes y profundos,
aquel pavor que intuí en su última mirada, aquello me acompañaría ya para
siempre. Aunque me absolvieran y me dieran una medalla por librar a mi planeta
de la tiranía galáctica, siempre tendría aquella mirada de muerte grabada en
mis pupilas
¿Qué
diferencia había, al fin y al cabo, entre sus ojos verdes y los míos, verdes
también? En aquel preciso momento solo los diferenciaba la actitud, los míos
estaban llenos de furia y los suyos de pavor, sin duda tuve suerte de tener el
bastón a mano, de lo contrario quizás las miradas hubieran sido a la viceversa.
Estuve
más de media hora sentado en una roca que había cerca de la fuente. Las manos
tardaron en dejar de temblar, las observaba absorto, mis ojos eran una sombra.
Cada vez que levantaba la vista y miraba hacia el camino que había seguido me
recorría un escalofrío tétrico, que me mordía los huesos.
El
arranque de violencia contra aquel ser no me había dejado cómodo, pues no
estaba en mi naturaleza el comportarme de esa forma. Jamás había tenido una
pelea, exceptuando algún roce entre hermanos en mi infancia, y pasar de esa
agresividad inactiva al asesinato me había dejado en shock.
Cuando
mi cuerpo volvió a responder me pareció oportuno acercarme a la casa, despertar
a mis amigos y contarles lo sucedido. No dejaba de ponerme en lo peor ¿Y si mi
miedo me había hecho somatizar y aquello, que ahora era un charco de sangre y
huesos rotos, no era más que un vecino o un mendigo de la zona? Preferí no
pensar en nada y empezar a caminar hacia la casa.
Apenas
di tres pasos, se me heló el alma al percibir que todo se mantenía en silencio,
ni un solo rumor, como si aquel campo guardara silencioso luto por el monstruo
que maté. Sentí miradas hostiles entre los matorrales, dedos que me juzgaban
culpable de los crímenes más atroces.
Seguí
mi rumbo sin reparar en nada, cuando una intuición nacida en mi nuca me hizo
mirar al cielo. La visión de las estrellas me tranquilizó, pero de repente una
incomodidad lamió mi cuerpo, y el potente haz de luz que hacía poco más de una
hora había visto volvió a aparecer, pero esta vez sobre mí, cubrió mi cuerpo y
un fuerte viento me tiró al suelo.
Un
enorme impacto acústico me dejó mareado y con un fuerte pitido en el oído, que
pretendía fundirme las neuronas, era como un taladro horadándome la cabeza. Mi
esqueleto empezó a pesar, hasta sentir incluso que mi carne no podía aguantarlo
y se rajaba. La cara me ardía por dentro, como si mil ratones intentaran
escapar de mi piel a arañazos y mordiscos. Me encontré confundido y el cuerpo
casi no me respondía.
“¡Venganza!—
pensé— No han podido perdonar que haya matado a uno de los suyos”. Seguí
dirección a la casa como podía, arrastrando mi cuerpo por aquella tierra, que
ahora quemaba cual brasa viva. Unos metros más adelante no pude más, el dolor y
el miedo me estaban destrozando y no era capaz de mover mi esqueleto, era una
losa, un yunque, una ancla pesada que me mantenía allí quieto… inmóvil. Mis
ojos se fueron anegando de lágrimas y ya no veía nada. Oí un crujido sonoro y
fui en su busca. Quizás fuera otro monstruo que tuviera a bien acabar con esa
agonía o alguno de mis amigos, que pudieran aliviar mi carga. Carlos era
enfermero y podría darme alguna solución para anestesiarme el dolor en las que
eran, sin duda, mis últimas horas de vida.
Cuando
llegué al lugar aproximado en que había oído el ruido, de las sombras se
levantó un ser que me golpeó fuertemente el rostro. El dolor que me había
causado el haz de luz era tal, que ni siquiera noté el certero impacto. Al caer
al suelo mareado, las lágrimas que se acumulaban en mis ojos salieron
despedidas dejándome una visión clara y nítida de la situación. Con la mirada
libre y la luna brillando más intensa que en el resto de la noche, contemple
con pavor mi propio rostro a un metro de mí, mi propio cuerpo, alzando el
bastón con que hacía unos instantes había matado a la bestia ¿Cómo podía ser
posible aquello? Reconocí cada uno de los golpes, pues yo mismo los había dado
hacía un momento. Poco a poco mi vida se fue apagando y me vi a mi mismo tirar
el palo ensangrentado y dirigirme a la fuente, quise advertir a mi yo del
pasado que no fuera a aquel sitio. Pero fue inútil, llevaba muerto desde el
tercer golpe, solo era un alma asustada, recordando los dos peores instantes de
mi vida: Mi propia muerte y cómo me asesiné a sangre fría.
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